Una nota periodística sobre una familia francesa. Un hijo encerrado en una jaula cuando tenía cinco años. Suficiente material para hacer una película en la que su director, Luc Besson, decide explorar cómo ese hecho puede afectar mentalmente a una persona, cómo se sobrevive y qué se hace con ese sufrimiento.
En Dogman, ese niño es maltratado por su padre y su hermano mayor. El pequeño Douglas (Caleb Landry Jones) se mantiene con vida como puede, en parte por su fuerza de voluntad, en parte por la “ayuda” de los caninos, dentro de esa cárcel impuesta por su progenitor.
Pero la libertad que encuentra Douglas no es tal hasta que decide hacer justicia por su propia mano, utilizando como aliados a los perros que conviven con él y que son tan serviciales que pueden ayudarlo a hacer una torta como si fuesen la Juanita de Doña Petrona.
Sin embargo, toda acción ilegal tiene su castigo. Y Douglas no será la excepción.
Ya en otra cárcel, la de los humanos, encuentra a Evelyn ( Jojo T. Gibbs), la psiquiatra que intentará descubrir el pasado del joven, su íntima relación con los perros y tratar de entender las acciones que lo han llevado a hacer justicia por los más débiles, pero con métodos bastante crueles.
A pesar de esa ferocidad disfrazada de venganza, el personaje tiene sueños, como cualquier mortal. Pero entre esos sueños está el de ser otra persona, como Edith Piaf o Marilyn Monroe, a las que acude a través de sus ropas o sus canciones. Y en esos momentos de libertad mental que casi no consigue con su cuerpo en parte inválido, se genera una empatía con el espectador que no juzgará las decisiones de Douglas, para algunos aberrantes.
Dogman es una película de sufrimiento, dolor y abandono, que intentan ser superados con el amor incondicional de unos animales hacia su dueño y con la apuesta de éste a seguir viviendo en un mundo en el que las injusticias puedan ser subsanadas. Aunque sea caro el precio a pagar.